Tolstoi presagió su forma de morir en esa severa crítica a El Rey Lear de Shakespeare. Quizás por eso odiaba esa obra y a Shakespeare. Tal vez el futuro existe en el presente. Tal vez ese escritor de tan sobrenatural capacidad para percibir varias dimensiones de la naturaleza humana, de alguna forma que sólo los sentidos capturan pero que no se puede razonar, se vio a sí mismo envejecido y desesperado, corriendo bajo la nieve, al término de sus días, escapando de su esposa.

El final de El Rey Lear pudo haberle resultado aborrecible al novelista que abrazaba con admiración la existencia humana y que conjuró la muerte por largos años con una vida que se extendía en distintas direcciones y no sólo rumbo a la vejez.

O quizás no. También es posible que el futuro no exista; que el destino sea sólo una palabra. En cuyo caso la imagen abominable del viejo enloquecido se quedó labrada en su corazón —a la manera como el odio cincela visiones, a veces para siempre— y que, tal como lo explican la psicología más moderna o el teatro más antiguo, Tolstoi haya fraguado inconscientemente esa furiosa agonía, con su propio rechazo ante la imagen de un rey harapiento bajo la tempestad.

Andamos la vida como si estuviéramos destinados a ella y buscamos signos que nos confirmen el final.

Se sabe que el prodigioso novelista obraba bajo el influjo de imágenes que sobre él ejercían un poder incalculable. Otra representación visual de la muerte, la que le arrojó la noticia de una mujer destrozada por un tren en una localidad cercana a su residencia, le había inspirado Ana Karenina.

—Lo peor que le han hecho a Ana Karenina no ha sido matarla sino montarla en el Teatro de Los Insurgentes con Ninfa González —dijo Luis.

La broma sobre el montaje estilo comedia musical de la novela de Tolstoi, interpretada por alguna figura de las mediocres telenovelas del momento, en un teatro que para mayor sinsentido se llamaba “de Los Insurgentes”, centelleó en el firmamento del ingenio, junto con otras ocurrencias.

Elena miró el comentario, además de oírlo, como si realmente cobrara forma física, estallando y proyectando chispas. Guardó silencio, miró a las estrellas y tomó un apunte mental: no volver a mencionar la novela de Tolstoi. No, al menos, seriamente, como acababa de hacerlo. Ahora el tema se reducía a cenizas entre las colillas de cigarros después de haber brillado en los labios de sus amigos.

La lágrima, la gota y el artificio

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